En la actualidad, las personas más jóvenes llevan mucha autoexigencia y deseo de perfeccionismo. Es un tipo de autoexigencia que a lo mejor, no es tan represora como antes, pero que es muy poco realista en muchos aspectos y puede tener que ver con un estilo parental.
A veces, no es tan importante poner o no un límite sino el cómo marcar el límite. Es verdad que era más propio de otros tiempos el hecho de imponer un límite rígido, no explicarlo y comunicarlo de una manera reactiva, casi como algo automático.
En algunos casos, en la consulta del Centro Terapéutico Gaztambide17, estamos viendo la experiencia como una sensación de vacío, de tener demasiadas opciones que elegir, demasiada angustia relacionada con falta de estructura que se necesita.
Esta situación implica que tampoco existe una imagen clara de quién soy, de qué es posible y que no.
Vemos en consulta que la falta de límites, en algunos casos, es un poco tramposa porque las familias no ponen el límite, dejan que decidan los/as niños/as, lo que les genera un estrés enorme, y además, aparece cierto juicio sobre la elección que hayan tomado.
Los límites durante la crianza ayudan a la transición al estado adulto. Cuando no han habido unos límites que han ido retando internamente a cómo solventar la situación, se crea un adulto disfuncional, sin herramientas y sin contención. Más adelante, se produce un mecanismo interno de sobrecompensación a través de la autoexigencia.
Por ejemplo: «No sé qué hacer cuando fallo o cuando tengo un problema. Voy a procurar hacerlo todo perfecto para no tener que enfrentarme a esa situación de frustración».
En realidad, hay muy poca tolerancia a la frustración, al error y al conflicto. Eso también es algo que se ve en los adolescentes y en los jóvenes. Tiene que hacerse todo bien, no hay espacio para solucionar, reparar y reflexionar…
No se tiene la idea de proceso, de un camino en el que se cometen errores. Para aprender y descubrir cosas es necesario que haya ensayos. Prueba y error.
(Foto: Cortesía de Elliot Reyna)